A los 15 años, Alejandra Oliveras fue obligada a parir en un galpón sin baño, después de ser entregada por su familia a un hombre que la doblaba en edad y que la golpeaba incluso durante el embarazo. No tuvo ayuda, ni justicia, ni compasión. Tuvo que hacerse fuerte sola, con un bebé en brazos y hambre en la panza.
La violencia no la quebró, la volvió imparable. Empezó a entrenar a escondidas, con baldes de agua como pesas. Quería fuerza, no para pelear, sino para defenderse. Hasta que un día, harta del infierno, cerró el puño, le devolvió el golpe a su agresor y se fue. Cruzó el pueblo con su hijo en una mano y una bolsa de residuos en la otra.
Así empezó su historia en el boxeo. Sin gimnasio, sin entrenador, sin nada. Peleó contra el hambre, el desprecio y los prejuicios. Y ganó. Se convirtió en la mujer con más títulos del boxeo argentino: seis cinturones mundiales y un récord Guinness. “Cada músculo de mi cuerpo tiene un porqué. Me los gané para no dejarme pisar más”, dijo alguna vez.
Su historia fue contada por Agustina Kämpfer en el libro Las Parturientas, donde queda claro que Alejandra no nació en el ring: se forjó en la vida. Sobrevivió a la violencia, a la miseria y al silencio de una sociedad que muchas veces juzga más a las víctimas que a los agresores.
El 2 de julio de 2025, Alejandra sufrió un ACV isquémico. Hoy, con la mitad del cuerpo paralizado, enfrenta la batalla más dura de todas. Pero si algo enseñó siempre es esto: podrán frenarla, pero nunca derrotarla. Porque ella no es solo una boxeadora, es una sobreviviente.
Que nadie se atreva a juzgarla sin conocer su historia. Porque la Locomotora no se hizo en un ring, se forjó en la vida.